10.15178/va.2018.145.23-39
INVESTIGACIÓN
EL VALOR O LA VIRTUD EN LA EDUCACIÓN
THE VALUE OR THE VIRTUE IN THE EDUCATION
O VALOR OU A VIRTUDE NA EDUCAÇÃO
Gloria Gallego-Jiménez1
Salvador Vidal-Raméntol2
1Universidad Internacional de la Rioja
2Universidad Internacional de Cataluña
RESUMEN
Este artículo presenta un estudio de dos conceptos semejantes y a la vez con matices diferentes: la virtud y el valor. Es una realidad que ambos conceptos han sido estudiados a lo largo de la historia de la educación y desde una forma más precisa desde el siglo XXI. Se trabajan ambos términos de forma descriptiva para concluir que el objetivo de la educación es buscar la excelencia y esta se podría conseguir mediante la adquisición de virtudes ya que la persona está en continuo cambio, busca el perfeccionamiento que implica crecer en virtudes y que otorga la felicidad que es el fin de la educación.
PALABRAS CLAVES: desarrollo moral; integración social; relaciones interpersonales; desarrollo afectivo y perfeccionamiento
ABSTRACT
This article presents a study of two similar concepts but at the same time there are some differences: the virtue and value. It is a fact that both concepts have been studied throughout the history of education and more precisely since the twentieth century. However, both terms to process more descriptively conclude that the aim of education is to pursue excellence is achieved through the acquisition of virtues as the person is constantly changing form is filed, seeks improvement involving virtues and grow in which gives the happiness which is the purpose of education.
KEY WORDS: moral development; social integration; interpersonal relationships; emotional development and improvement.
RESUME
O valor ou a virtude na educação. Este artigo apresenta um estudo de dois conceitos semelhantes e ao mesmo tempo com matizes diferentes: a virtude e o valor. É uma realidade que ambos conceitos foram estudados ao longo da história da educação e desde uma forma mais precisa desde o século XXI. Trabalha-se ambos términos de forma descritiva para concluir que o objetivo da educação é buscar a excelência e se conseguiria mediante a aquisição de virtudes já que a pessoa está em continua mudança, busca o aperfeiçoamento que implica crescer em virtudes e que outorga a felicidade que é o fim da educação.
PALAVRAS CHAVE: Desenvolvimento moral; Integração social; Relações interpessoais; Desenvolvimento afetivo e aperfeiçoamento
Correspondencia
Gloria Gallego Jiménez. Universidad Internacional de la Rioja
https://orcid.org/0000-0003-4498-8869
gloria.gallego@unir.net
Salvador Vidal Raméntol. Universidad Internacional de Cataluña
https://orcid.org/0000-0002-2355-0668
svidal@uic.es
Recibido: 24/04/2018
Aceptado: 05/06/2018
Este artículo se basa en una reflexión realizada por la autora sobre dos conceptos esenciales en la educación: virtud y valor. La experiencia de la autora impartiendo clases de tutoría con adolescentes durante 16 años le ha permitido realizar dicha reflexión (Realizada entre febrero del 2010 y diciembre de 2016). Área de psicología y educación en general.
Cómo citar el artículo
Gallego Jiménez, G., Vidal Raméntol, S. (2018). El valor o la virtud en la educación [The value or the virtue in the education] Vivat Academia, Revista de Comunicación, 145, 23-39. http://doi.org/10.15178/va.2018.145.23-39. Recuperado de http://www.vivatacademia.net/index.php/vivat/article/view/1075
1. INTRODUCCIÓN
Este artículo empieza aclarando la etimología de dos conceptos muy frecuentes en educación: virtud y valor (Camps, V., 2008).
La etimología de la palabra virtud procede del latín, virtus significa poder o potencialidad, y está relacionada con vis, que es fuerza o energía; pero también se la puede relacionar con vir, que se traduce por “varón”, en su referencia al adjetivo varonil que indica integridad y plenitud. En la terminología griega la virtud era areté. Concepto utilizado desde los tiempos más remotos de la historia de la educación griega. Es usado por el más antiguo testimonio de la cultura aristocrática griega (Homero, La Ilíada y la Odisea).
Haciendo un breve recorrido de la palabra virtud, se observa como ya Sócrates la emplea, pero es Platón quien habla de tres tipos de virtudes en la persona: prudencia, fortaleza y templanza para el buen funcionamiento del hombre y de la polis.
Es a Aristóteles a quien se debe el concepto de virtud como “una actividad del alma que pertenece al modo de ser, de comportarnos bien o mal respecto de las pasiones” (Aristóteles, Ética a Nicómaco, p.165). La afirmación anterior supone que hay algo innato en la persona, hay un inicio de virtud y que el comportamiento humano puede ser bueno o malo según las pasiones. Aristóteles distinguió los hábitos intelectuales de los que no los son y afirmó que las virtudes se adquieren a través de la voluntad.
El hábito y la virtud, se pueden considerar como “el incremento en el orden de la capacidad” (Polo, A., 2006) y de esta forma se refuerza el crecimiento de la libertad personal. Habría que aclarar que la diferencia significativa entre virtud y hábito es de temporalidad; si bien remiten a la misma realidad, al hablar de “hábito” se señala a la génesis y a la misma calificación de la potencia -pasado y presente-, mientras que el término “virtud” remite a su potencialidad, a la operatividad incrementada cara al futuro. Esto hace referencia a su origen histórico y lingüístico.
La “virtud” connota un contenido ético más que el hábito. La diferencia entre hábito y virtud no es de contraposición, sino de complementación como se expondrá posteriormente.
Los términos “hábito” y “virtud” suele suscitar, en la actualidad, dos referentes tan dispares como desviados del recto sentido que se le había dado a ambos conceptos:
1. La virtud como una tipificación o patrón moral idealmente bello, pero inasequible en la práctica. Debe ser olvidado por su sublimidad y su heteronomía que frustran el dinamismo personal.
2. Los hábitos, como represiones de la acción creativa, como manías, rutinas o meras costumbres. La reducción de los hábitos a las costumbres es patente en la modernidad. Se podría decir que el origen de esta interpretación se encuentra en el empirismo. Locke (1632-1704) define hábito como “esa potencia o habilidad del hombre de hacer cualquier cosa cuando ha sido adquirido mediante la frecuente ejecución de la misma cosa” (Polo, L., 2006, 98). Para los empiristas hay una clara identificación del hábito con la costumbre. Es cierto que, por acostumbramiento, se obtienen reflejos pero no hábitos. Para ello es necesaria la conciencia de la acción y la integración en la conducta individual.
Con el hábito se puede obrar más y mejor porque la potencia ha crecido perfectivamente, según la índole del crecimiento personal; y esto significa que la potencia tiene más y mejor capacidad operativa; o dicho de otro modo, que el sujeto de la potencia la posee a ésta. Es lo que podría llamarse la posesión perfectiva del ser humano, en la cual radica su crecimiento. La posesión es una dimensión esencial del ser humano, y en su grado más alto, se realiza en los hábitos. Se pueden tener cosas u objetos materiales; el ser humano dispone de ellas para su provecho, las modifica y las usa o desecha según su beneficio; las posee, pero puede perderlas con facilidad y contra su deseo.
En Aristóteles el significado de virtud como hábito queda ya configurado. Estableció por primera vez la distinción entre hábitos dianoéticos -que hacen referencia a la ciencia, el arte, la prudencia, la sabiduría, el entendimiento y la recta razón-; y hábitos éticos, que se refieren a la valentía, la liberalidad, la magnificencia, la magnanimidad, la ambición, la mansedumbre, la amabilidad, la sinceridad, la agudeza, el pudor, la vergüenza y la justicia. A través de estos hábitos la persona posee sus potencias; sin ellos, éstas permanecen indeterminadas y la persona no es dueña de sus actos porque no se va consolidando su actuar.
Se podría decir que la virtud es un hábito, una cualidad, que depende de la voluntad pero no de forma exclusiva. Correspondería a la habilidad que facilita obrar el bien que es propio de la inteligencia.
En la persona humana la voluntad -no debilitada- sigue al intelecto, y el hábito requiere dos movimientos sucesivos: la consideración del bien en el obrar (el acto intelectivo) y la voluntariedad del ejercicio (el acto volitivo). La virtud se constituye por la reiteración del acto mental que agiliza la facultad para discernir y aprehender los juicios sobre dónde y cómo poder hacer el bien, así como la diligencia del ejercicio de la voluntad sobre la realización de actos positivos (Marina, J. A., y Pellicer, C., 2015).
Las virtudes se adquieren con gran esfuerzo y radican en la personalidad tras años de aprendizaje y ejercicio. Si se quieren comportamientos éticos en la sociedad se hace necesario el desarrollo de las virtudes desde los primeros años, donde se va forjando la personalidad, y de esta forma se abre a una disposición operativa de la virtud.
“La virtud es resultado de una praxis reiterada y, una vez lograda, ayuda a su propio crecimiento” (Naval, C y Herrero, M, 2006) es decir que esa repetición que se le otorga a la virtud facilita que la persona vaya creciendo y desarrollándose. Como decía Aristóteles “acostumbrándonos a despreciar los peligros y a resistirlos nos hacemos valientes, y una vez que lo somos seremos más capaces de afrontar los peligros” (Aristóteles, Ética a Nicómaco). De esta forma las virtudes afianzan la personalidad y consiguen la libertad de los individuos en un plano real.
La virtud requiere una repetición de un acto bueno de forma constante y busca como fin algo bueno. Por lo tanto, la inteligencia tiene esa facultad de ir a la verdad y entender el bien; la voluntad facilitará que se ejecute el bien. El hábito se adquiere por la repetición de actos que da como resultado la facilidad y permanencia con respecto a la verdad y al bien.
Una persona virtuosa es una persona que busca el bien y actúa con libertad. Esta es una dimensión radical de la persona, y se ve como unidad sustancial, sólo cabe la referencia a sus actos como único modo de su perfeccionamiento. Estos actos, a su vez, sólo se pueden entender desde las potencias operativas humanas, que van creciendo. El hecho de que sea considerada la persona como unidad, ayudará a integrar la virtud en el modo de ser.
Actualmente se tiende a interpretar que los hábitos del pensar se adquieren por repetición de actos. Hay que tener en cuenta que el pragmatismo americano también concibe la reducción del hábito a costumbre. Es bueno aclarar dicha percepción retomando la definición aristotélica de virtud como “hábito operativo bueno”: “hábito” es la actitud permanente; “operativo” significa que son actos que se empiezan y se terminan; “bueno” que por su intención y por su finalidad busca el bien en sí mismo. De esta manera, los hábitos no pueden percibirse como meras costumbres rutinarias y de forma esporádica, ya que el hábito requiere un esfuerzo que no siempre se da en las costumbres.
Últimamente se habla poco de virtudes, y sin embargo se da más énfasis al término valor. El término “valor” es quizá una de las referencias éticas de esta época postmoderna que más significación ha alcanzado en poco tiempo. En ética, el contenido de valor se construye sobre la cualidad estimable del bien material trasladado sobre el efecto de difusión del bien moral. Algo tiene valor si desde el sujeto se exterioriza como un bien: es un valor lo que comunica un bien. Este planteamiento tiene repercusiones importantes en la educación.
2. OBJETIVOS
Los objetivos que se pretende destacar en este artículo de reflexión son:
1. Demostrar el contenido a nivel pedagógico el concepto de “valor” al igual que del término de “virtud”.
2. Determinar las repercusiones y semejanzas que existen entre el valor y la virtud.
3. Realizar una educación personalizada busca el perfeccionamiento de la persona que se adquieren con las virtudes y valores.
3. CONCEPTO DE VALOR
Se estudia la emergencia educativa y la necesidad de incidir en los valores (Rovira, J. Mª, 2007). Sin embargo, se dice que los valores se desgastan, o mejor dicho, que el valor puede perder su eficacia porque los niños no aprenden de sus padres, maestros o medios de comunicación a valorarlos; y un valor que no es valorado no tiene sentido ni uso. De esta forma, se está interpretando que es algo caduco y que corresponde a un momento concreto por lo que no tendrá suficiente fuerza para incidir en la totalidad de la persona, en su pentacidad (Salas, B y Serrano, I, 1998).
No obstante, Scheller (1), filósofo que estudió este campo y que puso en vigor dicho término dice que “los valores no existen, sino que valen, son características que tienen o poseen las cosas y las personas” (Scheller, M., 2000, p. 98). Existe, de entrada, una relación estrecha entre el valor y el ser: el valor depende del ser. El “ser”, o más exactamente “lo que es”, es aquello con lo que se choca, aquello que obliga a uno a que lo considere como algo que está ahí y con lo que se tiene que contar. El valor es “una característica que ese ser tiene o puede tener y que le confiere una determinada significación” (Guardini, R., 1999, p. 21). No hay valores nuevos o valores viejos, más bien hay valores que antes no se conocían y ahora se aprenden a ver; o tal vez existen valores que siempre se habían observado y que ahora ya no están de moda o no se perciben en los jóvenes de forma latente.
(1) Max Scheller abordó distintos temas en sus obras. Su trascendencia la ha adquirido su reflexión sobre los valores (“axiología”), la intencionalidad de las emociones y sus objetos intencionales (los valores).
En el campo pedagógico es importante profundizar en las características del “valor”:
a) La objetividad del valor.
Es fundamental partir de la base de que los valores no son invenciones de nadie. El valor sigue estando aun cuando no sea descubierto. Por eso, un educador debe ser él mismo, portador de ese valor, o como mínimo debería hacer un esfuerzo por vivir el valor que debe transmitir. De esta forma el educando puede ver la encarnación del valor que se espera que él asuma y viva (Revista Educere, 2013).
b) El efecto que produce en el sujeto (la persona humana).
Cuando se habla de valor se refiere a la importancia en sí mismo y a la estimación, pero la estima no es una característica de las cosas sino más bien lo que surge del contacto de la cosa con un sujeto. La estima no se da en las cosas, sino en las personas. El valor “nos conmueve y engendra en nosotros la admiración. Este gozo surge de nuestra relación con un objeto que posee una importancia intrínseca” (Guardini, R., 1999, p. 23).
En la educación de valores este punto es tan vital como el primero. Supone, desarrollar la sensibilidad activa frente a lo bueno, lo bello, lo noble, lo heroico. Se trata no tanto de contenidos cuanto de capacidad de admirarse. Creer que lo admirado es posible y hacer de esa meta una razón de vida que permita mejorar.
c) Necesidad de una respuesta adecuada.
“Todo bien que posee un valor nos impone, por decirlo así, la obligación de darle una respuesta adecuada. Comprendemos que no se ha dejado a nuestra decisión arbitraria o a nuestro estado de ánimo ocasional responder o no y cómo responder” (Von Hidelbrand, D., 1997, p. 46). Es decir, los valores correctamente captados y ubicados en una escala ordenada, facilitan en cierta manera el sentido de la vida. La existencia humana debería caracterizarse por una toma de posiciones frente a los valores.
“Desde el punto de vista subjetivo (los valores) son indicadores para la conducta humana; maneras de ordenarse bien y tener sentido dicha conducta” (Guardini, R., p 23). La toma de posición frente a la vida brota de las percepciones acerca de los valores. Por este motivo, el valor se dirige en parte a la integridad de la persona humana y toma un lugar importante en la vida moral del hombre pero no de forma absoluta y plena porque está al vaivén del momento en el que vive.
4. DIFERENCIA DE LOS VALORES RESPECTO DE LA VIRTUD
Los valores son contenidos objetivos que tienen un impacto específico en las personas. Sin embargo, en la medida en que los valores no se convierten en motivaciones para acciones concretas y reales, quedan sin efecto porque no son la guía de la acción cotidiana. Debe existir el proceso de pasar del valor a la realidad personal. Este paso es el que se denomina virtud y por esta razón se podría decir que las virtudes reflejan valores, que se van haciendo vida a través de la existencia de cada ser humano.
Como ya se mencionó, una virtud es un “hábito operativo bueno” y como cualquier hábito surge de la repetición de actos buenos iguales. Los aprendizajes producen y refuerzan (con la repetición) una predisposición de la persona hacia unas conductas determinadas. Esta predisposición o hábito afecta a la persona de forma íntegra.
El valor guía cada acción buena en particular, pero es necesario que ese valor genere disposiciones positivas en las personas, sino se queda en un puro discurso teórico. El valor es la motivación. Si la persona le agrega el esfuerzo de actuar bien logrará ser virtuosa.
Adquirir un hábito supone un esfuerzo y una vez conseguido, el acto o los actos propios de ese hábito se ven facilitados, aunque esto no significa que se deban repetir actos como un autómata sino con libertad, con conciencia y queriendo esos actos, valorando cada vez más el bien de cada acto.
La experiencia muestra que el comienzo de cada acto bueno “nuevo” suele costar, pero el esfuerzo consciente de ir realizando esos actos buenos genera la virtud y hace que ellos sean, poco a poco, más sencillos. Al principio es necesario poner esfuerzo en realizar dichos actos. Sin embargo, cuando éstos se repiten se consigue el hábito o se está en el buen camino para conseguirlo. Cada acto bueno representa una mayor integración de la persona y ello repercute en una mayor facilidad para realizarlos. De este modo, el verdadero discurso de los valores necesita complementarse con el de la virtud para que no quede en un esquema vacío de contenido.
Por último, mencionar en este apartado la relación de integración y virtud que son como dos aspectos paralelos: mientras la integración es el esfuerzo al que se tiende en la acción cotidiana para lograr actos más humanos; la virtud es el resultado de ese proceso, en donde la persona está como reforzada en su búsqueda del bien. De hecho, se puede decir que tanto la integración como la virtud son posibles si se llevan a la práctica los valores.
La armonía de las partes logradas se produce gracias a una acción buena o conforme a los valores que posibilitan en lo sucesivo que acciones buenas de ese tipo sean más fáciles de realizar. Por eso, la única forma de llegar a ser buenos es empezar por hacer actos buenos. “Para adquirir un hábito hace falta repetir un acto muchas veces” (Isaacs, D., 2000, p. 38).
Se ha intentado reflejar la estrecha relación que hay en estos tres términos; virtud, hábito y valor ya que tienen aspectos comunes pero que se pueden matizar para lograr un mejor estudio de cada término.
Para entender por qué es necesario desarrollar la virtud en la educación, se puede pensar en lo que falta. Muchas veces se tiene la experiencia de que se reacciona mal sin pensarlo o sin quererlo. También sucede que es bueno realizar una determinada acción pero no se hace por pereza, es decir, no siempre se experimenta un equilibrio entre la razón y el sentimiento que es lo que mueve a la acción. Esto último es la no integración que se podría considerar como una cierta rotura de los niveles de acción de la persona, es la disonancia de esos niveles interiores. Con la no integración se percibe confusión en nuestro interior y se debilita la toma de decisiones. Desde la integración, las actitudes y las decisiones son más fuertes y seguras porque conducen al verdadero orden de la naturaleza propia.
Si impera un dinamismo fuera de su lugar y no se tiene en cuenta el equilibrio y la integración, la persona manifiesta conductas y relaciones que están en consonancia sólo con aspectos materiales (consumismo) y con rasgos sociales (conductas antisociales). Si la situación se vuelve permanente, aparece una conducta viciosa que consiste en la falta de hábito para actos positivos.
En esta situación la inteligencia y la voluntad dejan de ser consistentes porque su evaluación no parte de la verdad y el bien, llegando la persona a plantearse metas y acciones que pueden atentar contra su estabilidad. Puede convertirse así en alguien inconsistente que no cumple con las metas que se plantea, que no sabe lo que quiere. La inteligencia tiene poco espacio para encontrar la verdad, la voluntad para encontrar el bien y, en definitiva, para guiar a todo el hombre a la felicidad que es la virtud.
Cada vez que la persona hace algo bueno las partes se acomodan un poco mejor. Ir construyendo mejor a la persona significa hacerla crecer en virtud, es lo que se llama integración: esto se consigue mediante la actuación correcta o, precisando más, logrando una buena intencionalidad de ambas vertientes: inteligencia y voluntad.
La inteligencia es “la capacidad personal de adaptarse a nuevas situaciones utilizando adecuadamente los recursos del pensamiento. La misión de la inteligencia (en contraste con la memoria) estriba en atender las nuevas demandas que la vida plantea realizándolo de forma tal que se haga un uso adecuado de los medios de pensamiento disponibles” (Stern, W., 1957).
En cuanto a la voluntad, ésta busca alcanzar su finalidad mediante la acción. Consiste en que el yo consciente toma posición respeto a los impulsos y a la conducta, expresa conformidad o rechazo, ponga el veto o asume una decisión y cuida de que se alcance la finalidad propuesta considerada como línea directriz de toda la conducta, o sea que transporte de la mera posibilidad al hecho y se enfrente con todo lo que se opone a su realización. La voluntad es, pues, una lucha contra las resistencias, una postura del yo frente a ellas para su superación.
“La educación es la capacidad o aptitud adquirida y estable para ordenar libre y rectamente el falible dinamismo de la interioridad del hombre y de su conducta hacia los bienes individuales y comunes que perfeccionan su naturaleza” (Ruiz, E., 1976). Según esta definición la educación tiende a la plenitud del hombre, y es, un medio o instrumento para que el hombre viva bien, lo cual requiere que obre bien en relación a su fin. El obrar bien no surge del conocimiento teórico sino que exige una buena disposición acerca de los fines. No basta el proceso lógico de la inteligencia sino que se necesita una voluntad inclinada al bien que se lleva a cabo mediante las virtudes.
La educación apunta a la inteligencia, que debe orientar a la persona y también, a la voluntad, para que ésta no se resista a la dirección de la razón. Ambas potencias específicas del hombre deben ser perfeccionadas: la inteligencia debería ser encauzada por la prudencia para que se incline habitualmente al juicio verdadero. La voluntad debe ser perfeccionada por tres de las cuatro virtudes fundamentales: la justicia, la fortaleza y la templanza.
La voluntad, a través de la justicia, busca su propio bien no sólo de forma individual sino conforme al bien de la sociedad, de modo que el hombre pueda habitualmente renunciar a sus propios intereses frente al bien común. La voluntad, gracias a la fortaleza, se robustece e intenta habitualmente, con constancia y sin decaimiento, encontrar el bien honesto. La templanza, consigue que la voluntad regule el apetito sensitivo y domine la concupiscencia.
De forma práctica, en el campo docente, se trata de propiciar que el alumno encuentre por sí mismo razones de peso para actuar siempre conforme a la verdadera libertad, de acuerdo a lo que realmente es beneficioso para él según su naturaleza de persona, y para los demás en cuanto prójimos.
En infinidad de ocasiones, el estudiante debe tomar decisiones que suponen dejar, en alguna medida, el dictado de sus emociones. Esta lucha interior -eje del proceso de integración- es intensa, y es necesario dar elementos para que, en la toma de decisiones, cada vez sea más firme.
Los alumnos necesitan vivir en un ambiente que refleje valores y con personas que los vivan con coherencia. Progresivamente, deben descubrir estos valores, en el sentido de reconocer que existen objetivamente en su entorno y en ellos mismos. De esta manera, llegan a conocerlos, comprender su interés, sentirse atraídos por ellos y así facilitar el uso de la voluntad en la vivencia de los valores (Rovira, J. Mª, 2007).
El problema aparece cuando los valores se ponen al servicio de las opiniones personales. “El relativismo moral ha sustituido la verdad por la opinión personal, ha borrado del mapa aquello que es indiscutible hasta que no se demuestre lo contrario, y ha provocado el estado de despiste colectivo en el que ahora nos encontramos” (Esteban, F., 2007).
5. EDUCACIÓN EN VIRTUDES
Si el hombre desarrolla las virtudes, la razón percibirá el verdadero bien del hombre; la voluntad y el apetito sensible seguirán a la razón para perseguir su perfeccionamiento como tal ya que la inteligencia y la voluntad, facultades humanas de que el hombre dispone para conseguir su felicidad, se dirigen a la verdad, al bien universal y han de ser dirigidas a actos de bondad concretos por medio de los hábitos. El desarrollo de las virtudes realimenta el entendimiento y la voluntad mediante tres actitudes principales: firmeza, prontitud, y un cierto agrado (Isaacs, D., 2000):
1. La firmeza significa que la virtud reafirma a la persona en lo que está haciendo. Se encuentra más segura de sí misma al tener la confianza de que, en su vida habitual, se está provocando una mejora y también en la vida de los demás. En consecuencia, cuenta con zonas de estabilidad donde puede actuar sin dudar.
2. La prontitud quiere decir que la virtud crea una capacidad de obrar bien con más facilidad porque los actos aislados se han incorporado a la misma persona, a su modo de pensar y obrar. La persona decide, reacciona y actúa positivamente, sin mucho esfuerzo.
3. La virtud permite a la persona conocer, en parte, la felicidad; le permite obrar con satisfacción al elegir el bien.
Una persona virtuosa es una persona buena. Desde el punto de vista educativo, permite una actuación directa por parte de los educadores que guían a los educandos de maneras diferentes con el fin de que vayan desarrollando las virtudes en sus vidas.
“La educación es el perfeccionamiento intencional de la persona, el esfuerzo por reducir la distancia entre lo que una persona es realmente y lo que se da cuenta que debe ser” (García-Morato, J., 2002, p. 38) Por eso, es importante conocer cuáles son las intenciones, los medios y la idea de persona que se tiene y a la que se tiende. Cada individuo está inmerso en un proceso inacabable de autoeducación, que es el resultado de interacciones múltiples y variadas. La educación es, por tanto, una relación entre personas de las que una influye intencionalmente sobre otra y le ayuda a adquirir las cualidades necesarias para alcanzar su fin.
“La excelencia debe considerarse no como una evaluación de resultados sino como cualidad personal en la que alcanzan la mayor perfección, subjetivamente posible, todas las disposiciones de cada hombre en concreto” (García, V., 1993, p. 310). La excelencia lleva a la felicidad, que a su vez, es un estado de gozo pleno de la conciencia que satisface de una manera total y con carácter estable todas las apetencias, deseos y potencialidades del hombre.
Ahora bien, la felicidad no es un bien que se pueda poseer en seguida, ni es un bien dado al hombre desde el principio de la vida, sino que, según Aristóteles “es algo que se produce”; es una actividad que consiste en el vivir y el actuar. La vida consiste en estas dos facultades: sentir y pensar, y “la facultad se refiere a la correspondiente actividad, y la actividad es lo principal”. Cuando el hombre es consciente que está sintiendo o pensando “percibe” su propia existencia.
Las definiciones que se han dado de felicidad son variadas. La felicidad comporta un doble aspecto: objetivo y subjetivo. Este último implica gozo y satisfacción; y objetivamente la felicidad reclama algo sobre lo que ella versa y sobre lo que se desarrolla dicho gozo. Existe una gran diversidad de concepciones de la felicidad, aunque a la hora de juzgar son distintas interpretaciones (Naval, C. y Herrero, M., 2006): en ocasiones, se considera como felicidad lo que, materialmente, uno posee. Para algunos la felicidad está en el placer. Para otros está en el ejercicio del poder. Muchas personas creen que la felicidad consiste el buen obrar. Para otros la felicidad requiere el esfuerzo para lograr la virtud.
Este último punto coincide con los planteamientos de la Ética de Aristóteles, que considera que el concepto de eudaimonia (felicidad) no puede basarse ni en el gusto ni en el honor ni en la riqueza porque es demasiado animal o superficial o instrumental o estático sino que consiste en la vida activa del espíritu en el ejercicio de la libertad. Tampoco es un mero hábito sino un acto según la sabiduría, por eso el amor a la sabiduría asegura la suprema felicidad que consiste en la contemplación más allá de los condicionamientos materiales.
Aristóteles relaciona la virtud con el hábito. Para este filósofo, la virtud es “hábito operativo bueno situado entre dos extremos viciosos” con lo cual se expresa que los hábitos derivados de la virtud son necesariamente buenos, acciones del hombre orientada al bien. La virtud asegura el buen empleo que la voluntad hace del hábito. Por lo tanto, cualquier virtud implica voluntariedad, racionalidad y libertad del sujeto que la posee.
El hábito se obtiene poco a poco, repitiendo actos, también puede perderse si se deja inactivo por largo tiempo. Y este hábito está llamado a crecer a su vez, con la praxis. La educación tiene mucho que ver con la formación de hábitos. Una vez consolidados, los hábitos se constituyen como “segundas naturalezas” que, por lo mismo, predisponen a continuar en esa línea.
En definitiva toda persona desea y quiere ser feliz. La felicidad consistirá en conocer y amar lo bueno, y esto se logra mediante una correcta unión del conocimiento sensible e intelectivo integrado en el amor que se realiza mediante la adquisición de virtudes.
6. LA EDUCACIÓN INTEGRAL Y PERSONALIZADA BUSCA EL PERFECCIONAMIENTO DE LA PERSONA
La educación integral y personalizada es aquella educación capaz de poner unidad a todos los posibles aspectos de la vida del hombre. Los padres comprenden, conocen y aman a cada uno de sus hijos, cuentan con la mejor posición para decidir el momento oportuno de dar distintas informaciones según el crecimiento físico e individual de cada hijo. En definitiva, la persona es única e irrepetible porque es el resultado de la historia o biografía personal.
Este rasgo de la educación integral la “identidad propia” coincide con el de “singularidad” (García, V., 1970, p. 22) que es la propiedad en virtud de la cual cada persona es diferente de los demás. En este sentido, la educación ha de procurar que cada persona haga realidad sus potencialidades en función de sus características: capacidades, necesidades, intereses, etc. Una educación integral implica una educación personalizada.
Las relaciones familiares representan, mejor que ningún otro tipo de relación, una libertad de aceptación y posteriormente la libertad de elección. Hay otro tipo de relaciones sociales que responden totalmente a la espontaneidad del hombre. En ésta el ser humano se mantiene libre de una manera constante. Son aquellas relaciones de amistad cuya finalidad es el entretenimiento y el espontáneo fluir de la vida humana en compañía.
Toda relación humana es comunicación que requiere capacidad expresiva y comprensiva por parte del comunicante, de donde se infiere que la educación personalizada responde a la persona pero desemboca en el desarrollo de la capacidad comunicativa. Muchos obstáculos desaparecen sólo por el mero hecho de la comunicación.
Este aspecto relacional de la persona conlleva una serie de connotaciones: solidaridad, desprendimiento, sensibilidad y responsabilidad (Salas, B., y Serrano, I., 1998).
a) La solidaridad multiplica la capacidad de comprender y tolerar sabiendo aceptar las diferentes manifestaciones culturales, religiosas, políticas, étnicas, etc.
b) El desprendimiento es necesario para darse a los demás. Cuantos más intercambios se tiene con otros, más rica es la comunicación y más requiere de ese desprendimiento de tiempo y disponibilidad.
c) La sensibilidad es una cualidad que se percibe en la buena relación con los demás. Se logra mediante el respeto al propio yo, a las otras personas, culturas, etnias, etc. Llegar a esta sensibilidad requiere un equilibrio y armonía personal, ya que primero la persona debe lograr estar a gusto consigo misma para estarlo con el entorno.
d) La responsabilidad es una de las cualidades necesarias para desarrollar personas que se relacionen con los demás y se comprometan consigo mismas y con el grupo social con el que conviven. Implica sinceridad y honestidad entre lo que uno piensa y lo que hace.
Se puede sintetizar este punto de la comunicación, con una de las características de la educación personalizada: la “apertura” (García, V., 1987). La persona por naturaleza está abierta a toda la realidad circundante, pero sólo se puede desplegar plenamente a través de su comunicación con los demás. El hombre, desde el nacimiento, necesita para vivir la intervención de otras personas y su relación con ellas. Por este motivo, la persona debe cultivar las virtudes y adquirirlas mediante el trato con los demás.
El hombre es persona en la medida que tiene capacidad y libertad para comprender, decidir y orientar los actos de su vida. La educación personalizada ayuda a plantearse el propio proyecto personal buscando el perfeccionamiento que se va logrando mediante la adquisición de virtudes. Como bien indica José Antonio Marina (2012): “La educación, pues, en su sentido más profundo de ampliar los poderes de la inteligencia y la capacidad de creación del ser humano es, siempre, una adquisición de hábitos adecuados”.
7. CONCLUSIONES
En cuanto a los objetivos determinados en el inicio de este artículo se puede afirmar que:
1. Los valores son de gran importancia en la educación aunque sin embargo no inciden en toda su totalidad en la persona ya que el valor tiene un elemento subjetivo y cambiable según el entorno donde se realice. “Los valores no se inventan ni se acuñan, son simplemente descubiertos, van apareciendo con el progreso de la cultura” (Max Scheler). No hay valores nuevos o valores viejos. Más bien hay valores que antes no conocíamos y ahora los aprendimos a ver. O, tristemente, hay valores que siempre se han podido observar y que ahora ya no están de moda.
Los valores son contenidos objetivos que tienen un impacto específico en las personas. Sin embargo este discurso puede quedar estéril o teórico en la medida en que esos valores no se convierten en motivaciones de acciones concretas y reales. Un valor queda “sin efecto” si no se convierte en la guía de la actuación cotidiana.
De este modo, hay un proceso de pasar del valor a la realidad personal de cada uno. Este proceso es el que se llama virtud. Un valor es una perfección interna, en cambio, las virtudes son valores que se van haciendo vida a través de la existencia de cada ser humano (Llergo, A., 2013).
2. Sin embargo, la virtud al ser es un “hábito operativo bueno” como cualquier hábito surge de la repetición de actos buenos iguales. Los aprendizajes producen y refuerzan (con la repetición) una predisposición de la persona hacia unas conductas determinadas. Esta predisposición o hábito afecta a la persona completa.
El valor guía cada acción buena en particular, pero es necesario que ese valor genere disposiciones positivas en las personas, sino se queda en un puro discurso teórico.
El valor es la motivación si a este le agregamos el esfuerzo de actuar efectivamente bien, lograremos llegar a la virtud.
Adquirir un hábito supone, indudablemente, un esfuerzo. Una vez conseguido el acto o los actos propios de ese hábito se ven enormemente facilitados.
Pero no es repetir actos como un autómata, sino con libertad: con conciencia y queriendo esos actos, valorando cada vez más el bien de cada acto. La experiencia nos marca que al comienzo cada acto bueno “nuevo” suele costar un poco más. Pero precisamente el esfuerzo consciente de ir realizando esos actos buenos genera la virtud y hace que ellos sean poco a poco más sencillos.
La repetición muchas ocasiones puede resultar aburrida pero es necesario para aprender. Permite resistir ante los obstáculos y centrar la atención ante una distracción. Es conveniente que los adultos aumenten progresivamente la dificultad de una actividad para desarrollar la capacidad de resistencia. En otras ocasiones, los adultos deben guiar y compartir las tareas con los niños.
Pero adquirir un hábito no es repetir sin más. Es también avanzar, ir más allá. Los hábitos son un mecanismo de la inteligencia para ampliar su eficiencia. Tal y como afirma el filósofo francés Ricoeur (1986) “Los hábitos son un potencial que sirve de punto de apoyo a la reflexión y a la voluntad para un nuevo salto”.
Un hábito es un bucle de tres pasos: señal, rutina y recompensa. Señal es el detonante que activa el automatismo, la rutina es lo que hacemos (físico, mental o emocional) y la recompensa es lo que ganamos, y esta es también lo que hace que nuestro cerebro valore si vale la pena recordar el bucle o no.
Charles Duhigg, en su libro “La fuerza del Hábito” trata “La Regla de Oro para cambiar hábitos”. Esta se basa en que para cambiar un determinado hábito, si se usa la misma señal y se proporciona la misma recompensa, la mayoría de las veces se podrá cambiar la rutina y por lo tanto el hábito. Así, es clave conocer cuál es la señal que nos activa y cuál es la recompensa que se recibe.
A su vez, en la creación un nuevo hábito influye, la convicción, de que se debe estar convencido que el cambio es posible.
Otro punto esencial es el “Efecto Dominó Positivo”, es decir, que si cambiamos un hábito para mejorar algo, este arrastra otros hábitos también hacia la mejora.
“Al principio es necesario poner esfuerzo en realizar el acto. Cuando este esfuerzo no es necesario y el acto se repite fácilmente, hemos conseguido el hábito o estamos en buen camino de conseguirlo” (Isaacs, D., 1987, p. 47).
En el modelo de la pirámide, cada acto bueno representa mayor integración de la persona y ello repercute en mayor facilidad para realizar esos actos buenos.
De este modo el verdadero discurso de los valores necesita complementarse con el de la virtud para que no quede en un esquema vacío de contenido. Como se puede comprobar la virtud es lo que solidifica a la persona y busca constantemente esa perfección mediante la adquisición de ese hábito bueno repetitivo para llegar a la felicidad.
En resumen de esta segunda conclusión se podría afirmar que las virtudes humanas complementan la atención a los valores, ya que centran la atención de las personas en el camino hacia el bien. Una persona virtuosa es una persona buena. Y, desde el punto de vista educativo, permite una actuación directa por parte de los educadores, exigiendo a los educandos de maneras diferentes con el fin de que vayan desarrollando las virtudes en sus vidas.
3. Realizar una educación personalizada e integral se consigue mediante la adquisición de virtudes.
Es posible que se quiera reforzar el desarrollo de las virtudes especialmente en lo que se refiere al proceso gradual de interiorización de los valores que reflejan. Y, además, a pesar de intentar aumentar la intencionalidad de los profesores respecto al desarrollo de las virtudes humanas de los alumnos, es posible que no se logre esta actuación congruente.
En estas situaciones puede considerarse oportuno pensar en contenidos específicos de una materia concreta o introducir temas especiales dentro de determinadas asignaturas con el fin de promover el proceso y todo ello se consigue mediante una educación personalizada e integral.
La función principal de este tipo de actividad es la de ayudar al alumno a descubrir una serie de valores, para que llegue a apreciarlos y, por tanto, tenga interés en empezar a vivirlas o vivirlas en el futuro. Por tanto, no se trata de hablar de actividades que ayudan al alumno a clarificar valores. De hecho el movimiento de “values clarification” no se trata tanto de valores como de necesidades. A veces las necesidades y los valores coinciden, pero no siempre.
En este caso se trata de aprovechar la actuación habitual del profesor en el aula, a través de las actividades que organiza con los alumnos y mediante los contenidos de su materia, para estimular el desarrollo de algunas virtudes. También se pueden aprovechar otras situaciones en el colegio –descansos, actividades complementarias, el comedor, el transporte escolar- para estimular esta atención. En estos momentos no se trata de la creación de ninguna actividad específica para atender las virtudes. Es, más bien, una cuestión de aprovechar la vida habitual de trabajo y de convivencia.
Con el fin de aprovechar estas situaciones, conviene que los profesores mediante la educación personalizada e integral tengan alguna referencia respecto a qué virtudes pueden considerarse prioritarias en cada edad, o a qué aspectos de qué virtudes conviene dedicar especial atención.
No se debe olvidar de lo que se ha mencionado previamente en cuanto al concepto de educación personalizada e integral con respecto al criterio de personalización. Sin embargo, se puede confeccionar un plan genérico de prioridades que luego sirve a la mayoría de los alumnos.
Por ejemplo, hasta los siete años sería razonable insistir en las virtudes de orden y la obediencia y aspectos de la sinceridad, respeto y sociabilidad. De ocho a doce años, teniendo en cuenta que los alumnos ahora disponen de mayor uso de su voluntad y que empiezan a pasar por momentos difíciles de tipo psíquico-físico, podría ser conveniente centrar la atención en la fortaleza, la laboriosidad, la perseverancia, la responsabilidad o en virtudes que suponen una atención a los demás, como la generosidad, el compañerismo o, incluso la responsabilidad social. De trece a quince años (antes para las chicas) puede ser el momento de insistir en virtudes que tienen que ver con la intimidad: el pudor, la amistad, o aspectos de la sobriedad. Y de dieciséis a dieciocho, con la inteligencia más desarrollada, convendría insistir en virtudes que requieren mayor capacidad intelectual como pueden ser la prudencia, la comprensión, la lealtad, o la flexibilidad.
La profesora Iratxe Suberviola-Oreja de la Universidad de la Rioja en su artículo “Competencia emocional y rendimiento académico en el alumnado universitario” (2011, 14) nos indica que: “Se debe tener presente que las aulas son un contexto de variadas y continuadas relaciones interpersonales y, que dichas relaciones sociales están mediatizadas por unas eficaces competencias emocionales”. Estas se desarrollan mejor cuando existe una adquisición de hábitos en los alumnos que de esta forma han generado virtudes.
También es posible traducir algunos comportamientos necesarios en objetivos para un periodo de tiempo. A veces se llaman consigna. Es importante que se refieran a aspectos de comportamiento observables y que no abarquen toda la virtud (con el fin de no insistir excesivamente en la virtud en el caso de algunos alumnos que no lo necesitan).
La experiencia demuestra que cualquier tipo de prioridad requiere tiempo y perseverancia por parte de los profesores y sólo se logra cuando se lleva a cabo una educación personalizada que busca la formación integral de la persona. Como bien indican los profesores Max Römer-Piereti y Celia Camilli-Trujillo en su artículo “El comentario periodístico. Una mirada teórica y didáctica desde la enseñanza universitaria” (2011, 733): “El docente le dará ojos a su alumno para que vea que su texto le permitirá a su lector, seguirle la respiración, un ámbito ético que le marque la vida profesional y personal, la escogencia de las palabras que hará suyas y, muy importante, lograr la empatía con su lector, ese que hace suya la voz de quien escribe”.
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AUTORES
Gloria Gallego Jiménez
Filóloga en la Universidad de Barcelona y Dra en Educación por la Universidad Internacional de Cataluña, Profesora de la Universidad Internacional de la Rioja de las siguientes asignaturas: Educación Personalizada y Educación cívica dentro y fuera del aula en el grado de Magisterio de primaria e infantil; Didáctica General en el Máster de Secundaria en la Universidad Internacional de la Rioja. Directora de Trabajos de Final de Grado en la Universidad Internacional de la Rioja.
Salvador Vidal Raméntol
Doctor en Ciencias de la Educación por la UB. Vicedecano de la Universidad Internacional de Cataluña. Profesor Agregado de la Facultad de Educación. Miembro de SGR, SIRSU (Sostenibilidad, y Responsabilidad Social Universitaria). Director de tres tesis doctorales. Profesor de Didáctica de las Matemáticas y Dinámica de grupos en la Facultad de Educación, UIC. Profesor de Practicum y Asesor. Miembro de la Escuela de Doctorado.